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jueves, 9 de septiembre de 2010

GESTA DEL COSO

    La muchedumbre

      GESTA DEL COSO
      (Dramatis personae)
      El toro.
      El buey
      La muchedumbre

      América. Un coso. La tarde. El sol brilla radiosamente en un cielo despejado. En el anfiteatro hay un inmenso número de espectadores. En la arena, después de la muerte de varios toros, la cuadrilla se prepara para retirarse triunfante. El primer beluario, cerca de una huella sangrienta, está gallardo, vestido de azul y oro, muleta y espada bajo el brazo. Los banderilleros visten de amarillo y plata. En las chaquetas de los picadores espejean las lentejuelas al resplandor de la tarde. En el toril han quedado: un toro, hermoso y bravo, y un buey de servicio. Son de clarín

      ¡Otro toro! ¡Otro toro!

      El buey
      ¿Has escuchado?

      Prepara empuje, cuernos y pellejo;
      ha llegado tu turno. Ira salvaje,
      banderillas y picas que te acosan,
      aplausos al verdugo; al fin, la muerte
      Y arriba, la impasible y solitaria
      contemplación del vasto firmamento.
      Yo, ridículo y ruin, soy el paciente
      esclavo. Soy el humillado eunuco.
      Mi testuz sabe resistir, y llevo
      sobre los pedregales la carreta,
      cuyas ruedas rechinan y en cuya alta
      carga de pasto crujidor, a veces,
      cantan versos los fuertes campesinos.
      Mis ojos pensativos, al poeta,
      dan sospechas de vidas misteriosas
      en que reina el enigma. Me complace
      meditar. Soy filósofo. Si sufro
      el golpe y la punzada, reflexiono
      que me concede Dios este derecho:
      espantarme las moscas con el rabo.
      Y sé que existe el matadero...

      El Toro
      ¡Pampa!

      ¡Libertad! ¡Aire y sol! Yo era el robusto
      señor de la planicie, donde el aire
      mi bramido llevó, cual son de cuerno
      que soplara titán de anchos pulmones.
      Con el pitón a flor de piel, yo erraba
      un tiempo en el gran mar de verdes hojas,
      cerca del cual corría el claro arroyo
      donde apagué la sed con belfo ardiente.
      Luego, fui bello rey de astas agudas:
      A mi voz respondían las montañas,
      y mi estampa, magnífica y soberbia,
      hiciera arder de amor a Pasifae.
      mas de una vez, el huracán indómito,
      que hunde los puños desgarrando el roble,
      bajo el cálido cielo del estío,
      sopló al paso su fuego en mis narices.
      Después fueron las luchas, Era el puma,
      que me clavó sus garran en el flanco
      y al que enterré los cuernos en el vientre.
      Y tras el día caluroso, el suave
      aliento de la noche, el dulce sueño
      sentir el alba, saludar la aurora,
      que pone en mi testuz rosas y perlas;
      ver la cuadriga de Tritón que avanza
      rasgando nubes con los cascos de oro,
      y alrededor de la carroza lírica,
      desaparecer las cálidas estrellas.
      Hoy aguardo martirio, escarnio y muerte...

      El buey
      ¡Pobre declamador! Está a la entrada
      de la vida una esfinge sonriente.
      El azul es a veces negro. El astro
      se oculta, desaparece, muere. El hombre
      es aquí el poderoso traicionero.
      Para él, temor. Yo he sido en mi llanura
      soberbio como tú. Sobre la grama
      bramé orgulloso y respiré soberbio.
      Hoy vivo mutilado, como, engordo,
      la nuca inclino.

      El toro
      Y bien: para ti el fresco
      pasto, tranquila vida, agua en el cubo,
      esperada vejez... A mí la roja
      capa del diestro, reto y burla, el ronco
      griterío, la arena donde clavo
      la pezuña, el torero que me engaña
      ágil y airoso en mi carne entierra
      el arpón de la alegre banderilla,
      encarnizado tábano de hierro;
      la tempestad en mi pulmón de bruto,
      el resoplido que levanta el polvo,
      mi sed de muerte en desbordado instinto,
      mis músculos de bronce que la sangre
      hinche en hirviente plétora de vida;
      en mis ojos dos llamas iracundas,
      la onda de rabia por mis nervios loca
      que echa su espuma en mis candentes fauces;
      el clarín del bizarro torilero,
      que anima la apretada muchedumbre;
      el matador, que enterrará hasta el pomo
      en mi carne la espada; la cuadriga
      de enguirnaldas mulas que mi cuerpo
      arrastrará sangriento y palpitante,
      y el vítor y el aplauso a la estocada
      que en pleno corazón clava el acero.
      ¡Oh, nada más amargo! A mí los labios
      del arma fría que me da la muerte;
      tras el escarnio, el crudo sacrificio,
      el horrible estertor de la agonía...
      En tanto que el azul sagrado, inmenso,
      continúa sereno, y en la altura,
      el oro del gran sol rueda al poniente
      en radiante apoteosis...

      La muchedumbre
      ¡Otro toro!

      El buey
      ¡Calla! ¡Muere! Es tu tiempo.

      El toro
      ¡Atroz sentencia!
      ayer el aire, el sol; hoy, el verdugo...
      ¿Qué peor que este martirio?

      El buey
      La impotencia.

      El toro
      ¿Y que más negro que la muerte?

      El buey
      ¡El yugo
      !

      Rubén Darío

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