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sábado, 16 de abril de 2011

¡Ni Dios, ni patrón!


¿Qué sucesión de acontecimientos habían conducido al Kaw-jer a aquella región ignorada por la mayor parte de los hombres? Aquello también era un misterio, pero el grito lanzado desde lo alto del acantilado, como un desafío al cielo y común agradecimiento apasionado a la tierra, permitía descubrir en parte aquel misterio.
¡Ni Dios, ni patrón!, la fórmula clásica de los anarquistas. Cabía, pues, suponer que el Kaw-djer pertenecía, también a esa secta, multitud heteróclita de criminales y de iluminados. Aquéllos, roídos por la ambición y el odio, siempre dispuestos a la violencia y el odio, éstos, verdaderos poetas que sueñan con una humanidad quimérica de la que el mal sería desterrado para siempre mediante la supresión de las leyes imaginadas para combatirlo.
¿A cuál de las dos clases pertenecía el Kawdjer?¿Sería uno de aquellos libertarios amargados, uno de esos apologistas de la acción directa y de la propaganda por el hecho que, rechazado sucesivamente por todas las naciones, sólo había encontrado refugio en esa extremidad del mundo habitable? Difícilmente podía tal hipótesis concordar con la bondad de la que había dado tantas prueba desde su llegada al archipiélago magallánico. Quién infinidad de veces había puesto afán en salvar existencias humanas, jamás podía haber soñado en destruirlas. Que fuera anarquista, sí, puesto que él mismo lo proclamaba, pero entonces pertenecía al sector de los soñadores y no al de los profesionales de la bomba y el cuchillo. Si así era realmente su exilio no podía ser más que el desenlace lógico de un drama interior y no sin castigo decretado por una voluntad ajena. Sin duda, embriagado por su sueño, no había podido soportar las férreas leyes que en el universo civilizado llevan la hombre atado desde la cuna hasta la muerte, y llegó al momento en que el aire se le había hecho irrespirable en aquella jungla de innumerables leyes por las que los ciudadanos, compran a cambio de su independencia un poco de bienestar y de seguridad. Al impedirle su carácter querer imponer por la fuerza sus ideas y sus repugnancias, no pudo hacer otra cosa que partir a la búsqueda de un país en el que no se conociera la esclavitud, y quizá fuera ésta la razón por la que había ido a parar finalmente a la Tierra de Magallanes, único punto, en toda la capa de la tierra, donde quizá reinase aún la libertad íntegra.

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JG Verne, en su vasta obra, aspectos profundos, símbolos enterrados, maliciosas insinuaciones, que se escapan a su público habitual, lo que ha hecho sospechar que dentro de sus novelas se esconda algún secreto de índole personal. A pesar de ello, su obra pervive y sobre todo renace, haciendo honor a su nombre, pues el apellido Verne proviene de «Vergne», alno, un árbol cuyo florecimiento se anticipa a la primavera y renace con ella; de forma análoga renace su obra con cada generación, a la espera del descubrimiento de su testamento espiritual resumido en boca del Kawd-jer: Adiós. No tengas más que un solo objetivo: la Justicia; más que un solo odio: la Esclacitud; más que un solo amor: la Libertad.

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